Acompañar desde sus dos perspectivas

Autor: Mara Abrego

E mail: mariittaabrego@gmail.com

El que sigue es un relato de Mara Abrego reflejando sentires de acompañante y acompañado en el curso de un Acompañamiento Terapéutico.

     Lucía se sentía sola, incomprendida… en la oscuridad de su agonía veía gente que iba y venía, que corrían, pero ella no se movía. Todos hablaban a su alrededor, pero ella no podía, todos reían, gritaban, saltaban, pero su cuerpo no respondía.

—Señorita, ella será su Acompañante Terapéutica— le dijeron un día. La miró sarcásticamente y dijo que con eso ella no podía.

—Intentémoslo, ¿Quieres?— le dijo Analía, y sostuvo su silla de ruedas camino a la plaza de la pequeña ciudad, donde hasta las hojas de los árboles se movían. Lucía no podía hablar, ni moverse, pero se hacía entender con un dispositivo deslizando su ya deformada mano por él. Así, dejó claro que ella no quería tener un AT.

—Mirá, Lucía, yo debo venir todos los días de 9:30 a 12:30 para acompañarte y salir a pasear, charlar, y ver la forma en que con el equipo podamos ayudarte a entablar vínculos con tu entorno, cosa que no está sucediendo y eso está afectándote, y también a quienes te rodean. Así que, vamos a ver qué pasa, ¿Sí? Si vemos que no nos llevamos bien, lo conversaré con tu equipo médico, ¿Está bien?

       Lucía asintió con su mirada al vacío, con la inercia que la caracterizaba, sin emitir gesto alguno más que un revoleo de ojos que se fijaron finalmente en la nada misma.

    Por su parte, Analía realizó sus visitas cotidianas, la cuidadora de Lucía la dejaba lista para poder salir. Tomaba la silla con firmeza y con total seguridad se dirigía a la misma plaza todos los días, hasta que se hizo tan cotidiano, que las personas comenzaban a acercarse a saludarla o bien, la saludaban de vista o a la pasada, como quien dice. La mirada de Lucía había cambiado, tenía un brillo especial que sólo ella y Analía comprendían por qué, y es que ahora, la gente empezaba a notar a Lucía, se volvió alguien a quienes todos saludaban como si fuera una típica estrella y eso, para sorpresa de esta estructurada y amargada mujer, era algo que parecía que siempre había necesitado.

—Luci, hoy te ves mejor que ayer, ¿Te maquillaste? ¿Cambiaste tu peinado? — le dijo un muchacho, y las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Lucía — Perdón, no quería molestarte, sólo que te vi más linda que ayer y quería que lo sepas, discúlpame— le dijo Mariano, un estudiante en medicina que circulaba por allí todos los días y a quien Lucía le parecía un ser intrigante y lleno de misterio, aunque ella no sabía nada de él y sólo respondía con la vista a su saludo diario; mirando a Analía.

      Analía lo miró con una sonrisa disimulada e hizo un gesto como dejando entrever que Lucía lloraba de alegría. Sacó de su cartera un lápiz y un papel y le dio su número telefónico a Mariano. Él comprendió y más tarde la llamó. En la conversación, ambos hablaban de Lucía y de lo magnífica que era como para seguir adelante tras su estado delicado de salud, Analía le preguntó sus intenciones a Mariano y él le dijo que estaba muy interesado en Lucía, y que más allá de su condición, quería estar con ella. Analía quedó helada, no se esperaba tal confesión, más bien, esperaba que él le dijera que solo era cortés con ella, pero no. Él estaba intrigado por la personalidad que mostraba Luci y quería verla más seguido y conversar, aunque ella sólo pudiera hacerlo de manera acotada. Pactaron que al día siguiente, él iría a la plaza en el horario de siempre y la invitaría al museo, cosa que siempre había querido hacer Lucía, pero nunca había ido por temor a las típicas burlas y la discriminación.

   Así fue, que Mariano vio a Lucía en la plaza, y la vio destellando, como una verdadera estrella en un cielo espejado, se acercó a ella y cuando ella lo miró, él quedó pegado al suelo sin poder emitir palabra, algo lo había congelado y no podía siquiera moverse. Ella lo notó nervioso y se dio cuenta de cómo se sentía, es que en su situación, había desarrollado un sexto sentido que le dejaba ver cómo se sentían las personas a su alrededor.

—Toda mi vida me sentí así, ahora entiendes cómo me siento yo— le dijo a través de su dispositivo, mirándolo fijo. Analía, quien presenciaba la situación acompañando a Lucía, le indicó que si querían podían ir al museo, pero Lucía se negó. Tenía terror a las risas, miradas o comentarios irónicos e ilógicos respecto a su situación.

—Vamos juntos, como mí novia, ¿Sí?— le dijo Mariano a Lucía. Ella quedó atónita, mientras Analía los miraba sonriendo por dentro. Lucía aceptó la inesperada propuesta de Mariano y fueron juntos al museo.

—Los dejo solos un momento— les dijo Analía, pero Lucía la tomó de la manga de su camiseta y mirándola le pidió que no se vaya. Así que se quedó. Nunca había visto a Lucía reír, ni ser feliz siquiera por un instante, y allí estaba ella, riendo, «conversando» con Mariano, planeando la salida del día siguiente, mientras al paso, la gente la saludaba y ella quedaba desconcertada porque todo lo que imaginó que podía pasar si iba a otro lugar que no sea la plaza, no había sucedido, sino todo lo contrario, la misma gente que la saludaba en aquella plaza la veía en el museo y se alegraba por ella, se acercaban a decirle que estaban muy felices de verla salir más seguido y demás.

      Los días, semanas y meses transcurrieron rápidamente, así como avanzó su enfermedad. Más allá de las terapias y las quimios, nada resultaba, pero en su palidez, había una sonrisa que no se desprendía de su rostro enlanguecido y demacrado. Mariano la acompañaba en todo momento, y Analía era el soporte fundamental para que Lucía no quisiera encerrarse de nuevo viendo que su vida se iba extinguiendo. De alguna manera, había canalizado su encierro en las visitas de Analía y en sus charlas sobre Mariano, la vida, y las cosas que le interesaban a Lucía, como los libros, la astrología, y la filosofía. Analía solía leerle el horóscopo y Lucía se alegraba mucho y pedía que su cuidadora, Lorena, la preparara para salir de nuevo.

  Casi tras cumplir un año siendo su acompañante terapéutica, Analía llegó a la casa de Lucía, como todos los días, y la notó diferente, ese día no había querido levantarse, según lo que le había dicho Lorena. Subió a la habitación y la encontró postrada en la cama, mirando a la pared, fijamente. Ya no sonreía.

—¿Sabes? ¡Tengo una idea! Sé qué estás cansada pero mirá…— le dijo Analía a Lucía mientras le indicaba su perfil de Facebook — ¿Qué te parece si abrís un perfil y escribís todo lo que quieras escribir?— le dijo. La mirada de Lucía cambió. Llamó a Lorena, quien la ayudó a sentarse en la cama y juntas, con Analía, abrieron un perfil en las redes sociales, y comenzó a escribir. Escribió tanto que se quedó dormida con su tablet en las manos. Analía la dejo a un costado y se fue para dejarla descansar. Al día siguiente, cuando Analía llegó, estaba Mariano junto a Lucía, sentado en la cama, y la sonrisa iluminada de ella dejó sorprendida a Analía.

—Mirá, tiene dos mil amigos y muchos comentan sus escritos, ¡está muy feliz!— le dijo Mariano a Analía. Todos estaban muy contentos con esta nueva forma de socializar que había adoptado Luci. El día transcurrió con muchas risas y hasta con chistes mientras Lucía seguía escribiendo, y es que ahora quién la iba a despegar de la tablet, decían a modo de broma.       Llegó la hora en que Analía se tenía que ir, y al despedirse, Lucía la abrazó fuerte y le susurró con debilidad «gracias». Ese instante fue eterno. Analía salió de la casa y se largó a llorar, no entendía la fortaleza de aquella mujer que le estaba enseñando tanto con lo que para muchos, sería tan poco… lloró toda la tarde hasta quedase profundamente dormida. Cerca de las nueve de la noche, suena su teléfono. La llamada provoca que Analía rompa en llanto y su teléfono se resbale de sus manos, su llanto ensordecedor casi como alaridos atravesaban el teléfono hasta llegar al otro lado, donde estaba Lorena en la misma situación que ella, aunque, tratando de mantenerse fuerte. Analía corrió hacía la casa de su paciente, golpeó la puerta con desesperación y subió las escaleras camino a la habitación, donde estaba el médico, Mariano, Lorena que había corrido tras ella y una vecina, junto a Lucía. Lucía había fallecido y se había llevado consigo todo, dejando un inmenso vacío en el museo, en la plaza, en Lorena, en Mariano, en su vecina, en la casa, en Lucía, y en ella misma. Y es que, acompañar desde la distancia con empatía, es sufrir dolorosamente una agonía lenta que dura lo que el paciente necesita, incluso, si es hasta la muerte misma.