Autor: Lic. Gustavo De Leonardis.
E mail: deleonardis_g@yahoo.com.ar
…Cuando se recorre el material de casos de acompañamiento terapéutico, uno de los aspectos más interesantes suele ser, al menos a mí me lo parece, la interrogación sobre la eficacia del dispositivo montado. Sobre todo al volver sobre ciertos casos llamativos, uno se pregunta si el acompañamiento funcionó, si cumplió sus objetivos, y en tal caso qué condicionó el fracaso, o favoreció el éxito terapéutico.
Es una pregunta que se plantea en varios niveles, por ejemplo desde el lugar de acompañante: se relee la propia experiencia como una forma de afinar las estrategias de intervención y ganar en recursos. Otras veces el acento recae sobre la forma en que se instrumenta el acompañamiento terapéutico, cómo se coordina con las demás disciplinas que convergen en un tratamiento; o bien, como cuando se trabaja dentro de una institución, donde la calidad del trabajo en equipo es a veces fundamental.
Sin embargo, resta una serie de casos, particularmente cuando se trata de intervenciones fallidas, en que acaso nos vemos tentados a pensar que la patología del paciente, la gravedad del cuadro, son responsables del fracaso. Se trata de una posición problemática, dado que puede llevarnos a cerrar toda pregunta acerca de la intervención misma del acompañante terapéutico, y a conformarnos con razonamientos del tipo «no se podía hacer nada», «la psicosis no tiene cura» etc. Otras veces se culpa a la fatalidad: algún accidente en la vida del sujeto que viene a echar por tierra nuestro castillo de naipes. Si somos freudianos, culpamos al «factor constitucional», o si somos lacanianos, a la «irrupción de lo real», y así por el estilo.
Tenemos que tomarnos la molestia de examinar de cerca estas cuestiones, de otra manera nos vemos ante la situación de haber realizado un esfuerzo inútil, malgastado el tiempo de nuestros pacientes y su dinero. Si lleváramos las cosas a su extremo, incluso en los casos que terminaron bien: no sería curioso que el dispositivo de acompañamiento terapéutico hubiera resultado superfluo.
En consecuencia, tenemos el compromiso ético de preguntarnos en cada ocasión, y para cada paciente si es necesario y aun aconsejable indicar un acompañamiento terapéutico.
Está claro que hasta ahora sólo me estuve refiriendo a situaciones extremas, polos opuestos de un problema que sigue en pie.
Como sabemos, casi siempre esta cuestión se resuelve sobre la marcha gracias a la experiencia o al «ojo clínico» del terapeuta.
Razón de más para intentar aquí, interrogar algunos de los ejes que permitan empezar a formalizar algún criterio a seguir en la indicación de un acompañamiento terapéutico, apuntando a una transmisión posible de la disciplina, así como una mejor articulación del acompañamiento terapéutico con otros recursos de salud. Para empezar, uno ubicaría al paciente ideal para el acompañamiento terapéutico en una franja intermedia entre las patologías crónicas y aquellas que remiten pasado un lapso de tiempo variable. Otra posibilidad sería empezar definiendo esa franja intermedia no desde el diagnóstico, sino desde los dispositivos mismos, cuyos extremos serían, por un lado la internación psiquiátrica, y por otro la psicoterapia ambulatoria, ésta es la perspectiva desde la que se define al acompañamiento terapéutico como una «institución a medida». Estas son formas puramente hipotéticas de plantear la cuestión, cuando vamos a los casos concretos, nos encontramos con una cantidad importante de acompañamientos llevados a buen puerto, considerados pertinentes y exitosos, realizados con pacientes que fácilmente podríamos ubicar en cualquier extremo: casos de esquizofrenia, trastornos de la personalidad, acompañamientos llevados a cabo desde el interior de hospitales mentales, inclusive con pacientes con un acentuado deterioro en sus capacidades.
Esto nos indica que hay que revisar las definiciones anteriores, interrogando nuestro punto de partida. Esta paradoja de encontrar resultados positivos en condiciones a primera vista muy desfavorables, se resuelve si podemos precisar en cada caso qué objetivo concreto se buscaba al instrumentar el acompañamiento terapéutico. Si se recuerda que este dispositivo debe articularse necesariamente con otros recursos, llegamos a la conclusión de que un acompañamiento terapéutico debe tener un objetivo parcial que se incluya en la dinámica del tratamiento o del proceso institucional. Así llegamos, primer eje a tener en cuenta en la indicación de un acompañamiento terapéutico: la definición de un objetivo concreto para el mismo. Este puede ser de lo más diverso, y hasta puede llegar a plantearse casi al límite del campo psi.
Quiero ilustrar esto con un ejemplo. Héctor es un hombre de unos cuarenta años, muy inestable, que hace alrededor de un año intentó suicidarse en medio de una crisis depresiva, por lo que permaneció internado unos seis meses en clínica psiquiátrica. Luego fue derivado a un régimen intermedio, tipo casa de medio camino. El diagnóstico de este paciente es del tipo borderline, cercano a un cuadro maníaco-depresivo, sin llegar hasta el momento a presentar un delirio del tipo melancólico y sí, en ciertos momentos, crisis maníacas con ideación paranoide y riesgo de actuaciones. Aun cuando se encuentra compensado resulta bastante verborrágico. Se planteó la necesidad de asignarle un acompañante terapéutico ante la siguiente situación: Héctor es portador de VIH y debe realizarse controles periódicos y trámites en su obra social para recibir la medicación anti-retroviral; durante su estadía en la clínica psiquiátrica, estos trámites eran realizados por su familia, pero ahora él plantea hacerse cargo por sí mismo. El problema es que ante obstáculos frecuentes, como las usuales demoras, se desorganiza, llegando a descompensarse: acusando a todo el mundo de estar al servicio de su madre, que pretende manejarle la vida. Vale agregar que la propuesta de que la institución se hiciera cargo de esas gestiones tuvo el mismo resultado. Por tanto, se resolvió que, para poder continuar con su tratamiento anti-retroviral, realizara sus trámites con la ayuda de un acompañante, esto en un sentido literal, puesto que la persona que lo acompaña tiene que estar al tanto de todos los pormenores administrativos y oficiar de gestor, al tiempo que soporta el bombardeo verbal del paciente, que gracias a tener «con quien conversar», puede soportar la espera sin brotarse.
Ahora bien, si nos pusiéramos en un horizonte de reinserción o de externación, este acompañamiento terapéutico plantea un fracaso relativo, ya que el paciente no llegó a hacerse cargo por sí mismo de esas gestiones, y es probable que no lo haga nunca.
De hecho, una vez establecida cierta transferencia positiva con su acompañante, se debió insistirle en la necesidad de que concurra él también a realizar sus trámites. Sin embargo, el objetivo concreto se cumplió, es decir que pudo continuar su tratamiento y hasta mejorar gracias a esta continuidad, llegando reducir la cantidad de medicación que debe tomar.
Pensemos ahora en el aspecto diagnóstico, parece razonable decir que el acompañamiento terapéutico es apropiado para pacientes de cierta gravedad, pero al mismo tiempo es difícil definir de qué estamos hablando, al menos si nos reducimos a las mencionadas disyuntivas de patologías crónicas o transitorias, pacientes ambulatorios o de internación. Tampoco es posible tomar, digamos el DSM IV y asignar a cada ítem la viabilidad de un acompañamiento terapéutico. No hay superposición entre el diagnóstico clínico sea cual sea, y el criterio de indicación del acompañamiento terapéutico.
La pregunta podemos tratar de formularla de la siguiente manera: ¿que puede hacer necesaria para cierto rendimiento subjetivo la presencia física de un semejante? y también ¿qué condición es necesaria para que esa presencia sea operante?
D. Winnicott, al estudiar el desarrollo de los niños, se interesó en comprender cómo llega el niño a adquirir la capacidad de estar sólo. Según él, en un primer tiempo el bebé precisa la presencia de la madre ante cada llamado, no es que la perciba como tal, sino que la presencia de la madre hace de sostén de una imagen alucinatoria. Esto funciona porque la madre está ahí: cuando el bebé siente hambre, entonces alucina el pecho materno, por suerte al mismo tiempo está la madre que cuando empieza a llorar le da el pecho en la realidad. Luego la función de la madre, dice Winnicott, es la de ir desilusionando al bebé, haciéndolo esperar un poco cada vez. Para que todo ande más o menos bien, se tienen que respetar cierto tiempos, no se pueden saltar etapas: si el tiempo de espera es demasiado largo, se rompe la ilusión, el bebé deja de llamar y se vuelve en cierto modo “a fojas cero”, con la consecuencia de un trastorno en el desarrollo: algo queda detenido, como un lastre. Lo que ocurre «si todo anda bien» es la aparición de los llamados «objetos transicionales»: puede ser un muñeco, un trapo, etc. Por regla general, se trata de un objeto blando y que no debe cambiar, ni siquiera se lo puede lavar, si no el bebé no lo reconoce. La función de este objeto es la misma que antes tenía la madre en cuanto a ser el sostén de una imagen ilusoria, con la ventaja de otorgarle cierto margen de independencia, le permite estar un tiempo solo. Luego, esta función recae en una serie de fenómenos transicionales, desde el juego y la fantasía hasta llegar a las actividades sociales que implican una ficción o creencias compartidas.
Los trastornos que puedan aparecer en relación con los fenómenos transicionales pueden constituir un eje diagnóstico sumamente valioso para sugerir la pertinencia de un acompañamiento terapéutico, el cual se podría pensar que viene a suplir una función fallida y hasta, de acuerdo a la severidad del trastorno, contribuir a corregirlo.
Queda pendiente otra pregunta, que se refería al límite de la eficacia del acompañamiento terapéutico. Podemos partir de la afirmación de que el encuadre del acompañamiento terapéutico constituye una forma de lazo social, no en el sentido lacaniano del término, no me refiero a ese concepto que supone la operación de la significación fálica, que posibilita la existencia de algún discurso compartido, un sentido común – de hecho, existe una eficacia del acompañamiento terapéutico en la psicosis, que estructuralmente hablando, no hace lazo social. Más bien podemos decir que sería como una formación de masa, en sentido freudiano. Recordemos, en la formación de masa, los individuos se identifican entre sí a nivel de su yo, mientras que identifican su ideal del yo con la persona del líder, o con su representación. Si bien es tentador homologar aquí los lugares del líder y los miembros de la masa con el terapeuta o el psiquiatra y el paciente y el acompañante, esto no tiene que ser forzosamente así. Más importante me parece señalar la naturaleza de los lazos que se producen: en el fondo, se trata de investiduras libidinales, vale decir, deseos sexuales de meta inhibida. Es patente en la articulación freudiana, que es la inhibición del fin sexual – por precaución no empleo ahora el término represión, que implica entrar específicamente en el campo de la neurosis. Decía que la inhibición del fin sexual, es la que posibilita la idealización y la identificación.
Parece ocioso repetirlo, pero fuera de cierto mínimo de renuncia pulsional, no hay forma de trabajar. Hay que diferenciar entre un renuncia pulsional lábil, inestable, y una irrupción de lo pulsional en el aparato que llega a abolir el principio de realidad.
Una forma particular en que se da esto es cuando se desencadena una psicosis, se modifica un fragmento de la realidad de acuerdo con las exigencias del ello. Generalmente es la realidad misma la que pone un límite al despliegue de la psicosis a través de la institucionalización. Habría mucho que decir al respecto de cómo le ponemos límite a la locura, me remito a lo que ya se ha escrito al respecto, pero creo que la internación puede realizar en acto un primer paso de renuncia pulsional, siempre que no conlleve un maltrato que venga a usufructuar un goce perverso. Teniendo presente esta lógica, pienso que se explicaría una porción de fracasos de tratamientos con acompañante, que de todas maneras terminan con un brote y consecuente internación.
Por otro lado, el dispositivo de acompañamiento terapéutico se muestra muy efectivo como un paso en estrategias de externación, es decir que se articula como un tiempo distinto que quizás funciona porque previamente se dio el paso por el dispositivo de internación.
Quedan por supuesto otras cuestiones por tratar, el tema no está agotado ni mucho menos. Faltaría entrar en detalles acerca del trabajo con pacientes discapacitados, las estrategias posibles en situaciones de urgencias, y otras, como las experiencias de apoyo en catástrofes. Sólo espero haber aportado alguna línea de trabajo en cuanto a los criterios que orientan la indicación del acompañamiento terapéutico.
(*) Este trabajo fue presentado en la jornada de Acompañamiento Terapéutico «Acerca de la práctica» realizada en la Universidad J.F.Kennedy en abril de 2003.