Una lectura posible de una temporada con Ana

Autoras: Lic. Patricia Anido, Lic. Sandra B. Sarbia.

E mail: patricia_anido@hotmail.com  informes@at-lazos.com.ar        

…El siguiente escrito fue presentado en el Segundo Congreso Nacional de Acompañamiento Terapéutico llevado a cabo en Septiembre de 2001 en la ciudad de Córdoba y está publicado en el libro Eficacia Clínica del Acompañamiento Terapéutico.

Caso: Ana. 25 años. Diagnóstico: psicosis.

Ana estaba en tratamiento con una analista en una fundación desde hacía 4 años. En la institución, las vacaciones de los tratamientos son en febrero, por lo cual algunos pacientes (como en este caso) quedan a cargo de otro terapeuta. Durante ese período funciona un equipo de guardia con una supervisión semanal.

En momentos de crisis se trabajó con el dispositivo de Acompañamiento Terapéutico interviniendo diferentes acompañantes. Esto evitó una internación. 

En esta ocasión los padres habían decidido hacer un viaje solos, con destino a Cuba, justamente en el mes de febrero. Lo que no quedaba claro era el destino que le esperaba a Ana.

A principios de enero había dejado de tomar su medicación habitual, y comenzado a gritar el apellido de su madre biológica en la puerta de su edificio. Ante el episodio ocurrido, los padres llaman a una psiquiatra conocida. A la fuerza le aplican una inyección de Halopidol. Esta psiquiatra indica además, Akineton y Meleril.

Ella se resiste a esta inyección pegando patadas e interviene el vigilante encargado de custodiar el complejo habitacional donde ella habita. Luego de esto ponen en conocimiento acerca de los acontecimientos a la analista.

Ana está muy enojada con este forzamiento, dice que «los padres, la analista, el vigilante, la psiquiatra y el enfermero están en su contra, que los que están locos son ellos y que se meten en su vida». No podía dormir y estaba muy agresiva. Estuvo tres días encerrada en su casa porque «el vigilante sabía»

Se cortó el pelo a los tirones, como cada vez que algo andaba muy mal. Con esto se ve dificultada su salida al exterior y por lo tanto la continuidad del tratamiento.

A partir de lo ocurrido, la analista que dirige el tratamiento incluye en la estrategia del tratamiento el dispositivo de AT. Este transcurrió de enero a fines de marzo. El encuadre inicial: la primer semana un acompañante, cumpliendo su rol tres veces por semana, cuatro horas cada vez; luego se incorporó otro acompañante. Este encuadre sufrió algunas modificaciones.

Las primeras indicaciones eran no forzarla, ya que parece haberse molestado mucho con la inyección y con el manejo de la situación por parte de los padres. Ellos la amenazaban con internarla. Esto es algo que, desde el discurso de la paciente retornará una y otra vez, la inyección a la que fue forzada y la amenaza de internación.

El AT debía, una vez por semana, acompañarla al consultorio de su analista, y durante febrero, a la sede de la institución donde fue atendida por el terapeuta de guardia a cargo. También administrarle la medicación. Luego habría que reconducir la medicación articulándola a su tratamiento, posibilitar que tuviera una consulta con el asesor psiquiátrico de la institución. Al concluir cada encuentro comunicarse telefónicamente con la terapeuta para contar lo sucedido y entregarle informes escritos periódicamente.

Se trataba de insistir en estar, intentar quedarse cerca, entrar en su mundo por alguna vía. Que otro pudiese estar, sin pertenecer al bando de «los que se meten con ella»

Ana no quería recibir a ningún AT, ni indicación alguna que provenga de su analista.

Tocaba el piano desde los 12 años (hacía poco había dejado de tomar clases), le gustaba dibujar, ir a la pileta y cada tanto iba a la oficina de su padre a realizar algunas tareas menores. Esto último lo hacía a manera de trabajo, sin constancia, sin encontrar desde su padre un límite que la ordenase respecto del cumplimiento de los horarios. A veces iba después de tal hora y se quedaba hasta más o menos tal otra, a veces no iba.

Su familia estaba compuesta por su madre, su padre (Ana es adoptada por ellos a poco de nacer) y dos hermanas (una casada y la otra recientemente se había ido de la casa por reiterados problemas familiares). Y su perrita Laura, (recogida de la calle por ella)

Estos fueron los puntos de los que nos valimos para entrar en su mundo, indicados por la terapeuta.

Algo acerca de la táctica  (Relato de Sandra): 

Recibo como primeras indicaciones: entrar por alguna vía e intentar que retome el tratamiento con su terapeuta.

Al momento de conocernos, Ana estaba muy enojada, me abre la puerta junto a una perra. Advertida por la terapeuta de la importancia de esta perra para ella, entro en su casa haciéndome amiga de Laura. Situación que de entrada se planteaba difícil ya que me desagrada bastante el olor de los perros. En unos pocos días me iba a encontrar insistiéndole para que la bañe.

Esta perrita ocupa un lugar muy importante para ella, la trata como si fuera una persona. La saca a pasear y hacer sus necesidades dos veces por día. Era la única en su mundo en quien todavía podía confiar. Me dice: «Laury es como yo, cuando yo estoy triste ella también, cuando yo estoy bien, ella está contenta»

Una de las primeras formas que tomó el AT consistió en acompañarla a las salidas que hacía con su «Laury». Ella estaba muy pendiente de cómo yo trataba a su perrita, no se acercaba a mí más que por algo referido a Laura. Opté por decirle que me quedaba en el comedor de su casa y que si tenía ganas de hablar viniese, que yo iba a estar allí. Me parecía importante que supiese que estaba allí durante las horas asignadas al acompañamiento, pero que no la iba a invadir.

En algún momento, habiéndose instalado allí una presencia no invasora para ella, se acercó y me contó lo enojada que estaba. Acerca de su analista me decía: «ella me tendría que haber defendido, no entiende nada, mi vida se puso mal cuando ella apareció… tendría que jubilarse (le pregunto -¿cuántos años tiene tu psicóloga?– y me contesta) «no sé, pero más o menos como mi mamá… quiero cortar con ella, me posee… yo no le mando amigas para que vean lo que hace… quiero estar sola». Se le arma algo así como un frente. Todos están en su contra. Un único lugar.

Escucho que inicialmente entré como «una amiga de su terapeuta que viene a ver lo que ella hace». De ese lugar de «Otro que la goza», sabía que me tendría que correr.

Le pedí que me cuente lo que le había pasado, su versión. Hice espacio a sus quejas que portaban un gran exceso. Por momentos me sentía agotada de escucharla. Me contaba su malestar. Pasaba mucho tiempo quejándose metonímicamente.

Su discurso era muy desordenado. Me decía: “Yo no tengo la culpa… se les ocurrió que me tenían que poner la inyección… no había pasado nada… no estoy loca, la internación no es para mí… no soy Charly García… quiénes son ellos para hacerme esto… mi vida es un conventillo por culpa de los demás… todos ya saben en el edificio… esto ya es cachengue!!!… yo era muy tranquila… ahora me pongo nerviosa y no me entienden… ahora ya no creo en nadie… no se metan más conmigo!!!”

Da su opinión acerca de los demás, dice: «hacen cosas por mí…», quejándose. Me pide que le cuente todo lo que ella piensa a su analista.

Había pasado de ser «una amiga de su terapeuta que viene a ver lo que hace» a «alguien que escucha sus quejas». La confianza en otro empezaba a restablecerse.

Después de hacer espacio a sus quejas intenté remitirla a que hablase con su analista. En algún momento tomé su queja acerca de que «hacen cosas por mí» y le sugerí: hace oír tu opinión… andá y decile lo que pensás… hacé algo por vos, hablá por vos.  En ese momento dudó y me dijo que lo iba a pensar para la próxima vez que nos viésemos.

Esto posibilitó algún movimiento transferencial, permitió que retomase las sesiones con su analista, bajo la forma de: «voy, pero a decirle que no voy a ir más». Sentí un gran alivio, pensé: una batalla ganada, se vienen otras. Retoma el tratamiento, aunque sea para pelear con su terapeuta.

Las siguientes indicaciones por parte de la terapeuta, tenían que ver con que Ana pudiese restablecer los lazos con otros, salir, sacarla. La terapeuta incluye a la otra AT.

Ana acepta algunas consignas tales como ir a la pileta, salir a caminar.

La ida a la pileta posibilitó que los sucesos ocurridos fuesen menos trágicos, produciendo un efecto de alivio a su intenso padecer. Jugábamos en el agua, se divertía mucho. Bastante más que yo.

Allí se encontraba con algunas chicas conocidas con las que entablaba alguna mínima conversación y volvía hacia mí. Este movimiento era continuo. Me presentaba como «una amiga» frente a ellas.  Puedo ubicar aquí, cierto movimiento respecto de lo persecutorio inicial, ahora era  «una amiga de ella que la acompaña a la pileta»

Quedaba en suspenso su enojo. Entraba a la pileta quejándose y salía hablando de los chicos que le gustaban, de su novio anterior, del bañero.

Fui intentando, cada vez que se encontraba con alguna chica, apartarme un poco. Me buscaba con la mirada, me preguntaba si me iba a quedar cerca. La relación se sostenía en algo de la mirada. Hacia los últimos días del acompañamiento, ella sabía que yo estaba ahí cerca, aunque no pegada.

Se había producido alguna diferencia: la mirada podía sostener el lazo entre nosotras en vez de ser un ojo amenazante que viene a ver lo que ella hace.

Luego de una tarde en que habíamos ido a la pileta, esperábamos el regreso de sus padres. Ellos habían concurrido a una entrevista con la analista ocultándoselo a Ana. «Siempre me mienten», decía Ana frecuentemente. A su regreso le cuentan que habían ido a hablar con su analista.

La reacción de Ana fue explosiva, después de decirles cantidad de insultos se encerró en su pieza gritando «no se metan más conmigo!!!». Ubicándose siempre como «la loca de la familia», por momentos único significante que la nombra.

Intenté que me permitiese entrar a su habitación pero esta vez no fue posible. Me pareció conveniente dejarla sola, saludándola con un –hasta el jueves Ana-. A esto escuché que respondió solamente «chau», enojada. Intenté respetar su privacidad, su cierre y no forzar nuevamente una intromisión. Me fui dudando sobre mi retirada, pensando si hubiese sido mejor intervenir de otra manera e inmediatamente llamé a la terapeuta para consultarla. Esta me tranquilizó diciéndome que estaba bien lo que había hecho, ya que estas situaciones eran bastante comunes de ocurrir. No era fácil intervenir allí donde lo familiar aportaba «lo justo» como para encender la chispa y producir la explosión.

Qué hacer era un asunto muy complicado para Ana en aquel tiempo.

Me pregunta «¿qué hacemos?» y me cuenta que la acompañante del año pasado le decía lo que tenían que hacer. También me pregunta si la licenciada me dijo –qué era lo que ella tenía que hacer.

Le respondo que no y le recuerdo que ella se enoja cuando le dicen lo que tiene que hacer. Se queda pensando en esto. Le propongo que hagamos una lista con las cosas que quiera hacer, pero que las ideas las aporte ella.

Anota en una agenda vieja: «ordenar la biblioteca, coser el botón de mi saco, ordenar el cajón de debajo de la cama, empapelar la puerta, comprar una agenda nueva, lavar los vidrios»

Compramos e inauguramos una agenda que resultó ser un ordenador. No le gusta, da vueltas, finalmente escribe algunas cosas (los días que vamos las acompañantes, los que va a lo de la licenciada, qué va a hacer con las acompañantes), esto la ordena un poco.

Mirando vidrieras, Ana distingue entre «ropa que le gusta a ella», «ropa de Licenciada» y «ropa que le gusta a Sandra»  Ya no era todo lo mismo.

En algún momento, respondiendo a mi pedido, aceptó comenzar a tocar el piano para mí. Se enojaba cuando no le salían las notas, se trababa siempre en los mismos acordes, y lo cerraba, diciendo que no iba a volver a tocarlo. Pero esta vez se enojaba con ella, ya no tanto con los que «se metían con su vida». Más bien volvía a meterse con su vida.

Cuando fue la fecha de anotarse en sus clases de piano, se debatía largas horas entre retomarlas o ir a aprender dibujo. Me preguntaba qué elegir, la remitía a que lo hable con su analista aunque la escuchaba.

Ana se preguntaba «si ella podría»  El si ella podría estaba marcado por los sucesos que la nombraban «la loca de la familia»

En algún momento surgió la idea desde ella que si estudiaba dibujo podría trabajar con la hermana (ésta tenía una revista y le había dicho a Ana que podría hacer allí caricaturas para ganar algo de dinero).

En marzo comenzó un curso de dibujo para aprender a hacer caricaturas.

Durante el acompañamiento me encontré muchas veces convocada a escucharla y calmarla con palabras, como si fuese sólo una voz para ella, ordenadora de algún caos.

Algo acerca de la táctica (Relato de Patricia): 

Me incluyo como acompañante en el tratamiento de Ana un domingo de mediados de enero, la analista de Ana me había proporcionado un texto que expuso en una jornada, para que conozca el caso, su historia.

Esto me hacía pensar que algo de la historia de Ana necesitaba donde escribirse.

Esta era mi primera experiencia como acompañante terapéutico.

Concurro a la casa de Ana por primera vez, me recibe la madre y dice: -no quiere recibirte-. Escucho una voz que provenía de otra habitación: «que se vaya!! No quiero!!». Cuando me presenta con la madre, se me acerca una perrita muy amistosa y digo –hola, vos debes ser Laura, qué gusto conocerte. La madre dice no saber qué hacer, se la veía muy preocupada, intenta convencerla para que me reciba, pero con un claro disgusto por la situación y obteniendo sólo negativas. Le digo que no se preocupara, que me voy a quedar en el comedor, quizás en algún momento  quiera conocerme, la voy a esperar porque yo tengo muchas ganas de conocerla. La madre se va a su dormitorio a descansar un poco ya que dice que hace días que no duerme bien.

Hacía más de dos horas que estaba sólo en compañía de aquella simpática perrita que se había acomodado plácidamente en mi falda y pensaba que la única interesada era ella. Y comencé a hablarle. Entre otras tantas cosas le digo –qué pena que Ana no venga, podrías invitarla vos, orden que cumple para mi sorpresa, se para en la puerta del dormitorio y hace unos llantitos. Ana comienza a hablarle… y yo a responder. Sale de su habitación y nos saludamos con un beso. Intento entablar conversación respecto de Laura. Hablaba muy desordenada como si se le interrumpiera el pensamiento. Pensé que estaba escuchando voces, yo estaba muy tensa.

Me dice muy enojada, «Ya sé, vos sos una de esas psicólogas que se las sabe todas…» Sobre la mesa había un juego de damas y le digo si no quería jugar conmigo. Me mira un tanto desconcertada, no acepta pero sigue hablando, quejándose… la inyección, los vecinos…

Cuando se cumplen las cuatro horas pautadas le pido que llame a su madre. Se rehúsa, a lo que le respondo que yo no puedo irme sin saludar. La busca y me despido de ambas.

Ya en el viaje hacia mi casa percibí el profundo agotamiento que tenía, trataba de localizar en qué había gastado tanta energía, pensé: en mecanismos de defensa, en la angustia, y sobrevino un chiste «transferencia más–IVA», el impuesto a la transferencia lo paga el AT.

Creo que esta escena marcó la modalidad transferencial que Ana proponía en ese primer momento.

Ella había dado un duro golpe de entrada, en la denuncia de mi impostura, defensiva, entiendo. La relación que nos convoca es asimétrica, pensaba, ¿en qué otra cosa que el miedo a la locura podría sostenerse la idea de que había una abismal diferencia entre nosotras?.  Acaso, ¿no estábamos hechas de lo mismo?, ¿No es de la falta en ser de la que hablamos o mejor dicho por la que hablamos?.  Aún-que hayamos hecho cosas distintas con «ello». 

Era atractiva la posibilidad de ser una psicóloga que se las sabe todas, pero lo que sí sabía era que a ello debía renunciar para poder establecer una diferencia en la propuesta que Ana me ofrecía,  encarnar al Otro que la goza.

Durante el primer tiempo se imponía su negativa y luego su aceptación, fluctuaba mucho su estado de ánimo. Yo ponía en palabras lo que suponía le pasaba, al modo de decodificación del grito de un bebé tratando de hacer con ello una demanda, y no dejarlo en el plano del ruido, que por cierto era denso escuchar.

La indicación era sacarla de la cama, de la casa, socializarla y que trabajara la cuestión del tiempo, que las cosas no son ya. Incluir algo que regule la exigencia de ¡lo quiero ya!. Una de las primeras actividades fue cocinar. Ana para esta época estaba voraz.

Las salidas empezaron muy de a poco, pasear a laura, ir al centro comercial en principio del complejo habitacional y luego a otros más alejados. Ana comenzaba a confiar en mí y hablarme de ella.

Contaba la escena de la inyección, muy enojada, yo la escuchaba y a la vez trataba de sacarla del tema reconduciéndola hacia su analista –ella te conoce, ella sabe lo que sufrís.

Pronto me cuenta que ella es adoptada, que tiene dos fechas de cumpleaños, que no esta segura de que signo es, dudas respecto de su origen. Esto estuvo presente casi todo el tiempo, en diferentes versiones, la pregunta era «quién era ella» 

De diferentes maneras me pedía que yo se lo respondiera. Era en ese punto donde le señalaba la importancia de que hablara con su analista de esto. Para mí la consigna fundamental era mantener la abstinencia.

Al comienzo su tratamiento pendía de un hilo, los padres sostenían la posibilidad de internarla, su única alternativa era el Moyano ya que no contaban con recursos para ofrecerle otro lugar –decían.

Desde el padre nos llegaba un lugar muy peyorizado, nos decía –damas de compañía. La madre nos ponía en serie como –las chicas que me ayudan, a mantener limpia la casa, la ropa planchada y a cuidar de Ana. La analista que conducía el tratamiento comenzó a trabajar estas cuestiones con los padres.

Incluimos dentro de las actividades ir al club del cual ella era socia, yo entraba como su invitada y esto le producía bienestar. El primer día estaba muy tensa, tardó mucho tiempo en cambiarse, se la veía ansiosa, comienza a quejarse. Entre un montón de cosas dice que «nadie se quiere tirar a la pileta conmigo», este dicho quedó dando vueltas en mi pensamiento.

Ya en el agua, la que estaba tensa era yo. Ana ponía a prueba hasta donde yo podía sostenerla. Le propongo mantenernos cerca del bañero, ya que será lo más seguro para ambas, esto acentúa una serie de decires casi obscenos sobre las cosas que le atraían de los hombres que nos rodeaban.

Cuando salimos del agua se tensiona. Pensé que algo de la desnudez la estaba desbordando y le propongo ponernos una remera. Esto la tranquiliza y continúa mirando a los varones hasta que dice: «que ganas tengo», me cuenta sobre un novio que tuvo, y que le gustaría volver a verlo. Ya en su casa dice que yo me parezco a él.

En el viaje de regreso a mi casa recordaba el chiste del impuesto, el exceso, el «iva»,  ahora la erotización.

En encuentros sucesivos hablar de su sexualidad fue común y la maniobra era: ahí donde me parecía escuchar algo, decirle que se lo contara a su analista, que me parecía que le iba a hacer bien hablar de esto con ella.

Un día que estábamos solas en su casa y el tiempo del acompañamiento se terminaba me dice que tiene «miedo de estar sola». Y yo le respondo que se quede tranquila, que no la dejaría sola si ella no quiere, llamo a mi marido para que no se preocupe porque llegaría más tarde.  Ana se quedó tranquila y miramos la televisión, luego de un rato dice  «¿no podrían ellos llamar para avisar?».

-estás preocupada por ellos, no te asustes ya van a llegar, no te preocupes yo te voy a acompañar.

Los padres regresaron, dos horas más tarde.

Pensaba en mi interior que aunque no me pagaran las horas, de ninguna manera podía dejarla sola y recordaba el chiste. Aunque esta vez lo sentí con relación a la familia.

Alguna diferencia se había establecido.

Y que esa transferencia masiva ya no lo era tanto, que el dispositivo de AT y toda la red transferencial que lo sostuvo, hizo un efecto de regulación y reconducción de la transferencia.

Y hacia el final del AT:

A principios de marzo, Ana se había compensado, había recuperado algunos lazos y se avecinaba el final del acompañamiento, se mostraba preocupada por ello, decía que iba a extrañar, especulaba con la posibilidad de sostener nuestro vínculo. Le decíamos que podría ser pero que iba a ser diferente… dice «podría escribir o telefonear». Nosotras especulábamos con hacerle un regalo de cumpleaños, regalo que nunca se produjo.

Ana no abandona sus enojos, pero a veces puede hacer otra cosa que enojarse con su mamá. Tampoco a su delirio, pero que «los demás se meten en su vida» no es lo único que le pasa. También puede tocar el piano para otro, decidirse a estudiar algo y hasta pensar en un posible trabajo a hacer con su hermana. Aunque le cueste sostener esto.

La estrategia de trabajo que sostuvo la analista de Ana, permitió reencauzar la transferencia hacia ella. Al mismo tiempo evitó que la paciente sea reducida a ser «la loca del Moyano» a costas de su subjetividad y restablecer algo de su capacidad de producir, de sus ganas de jugar.

La palabra pareció obrar a manera de bálsamo, apuntando a algún ordenamiento frente al discurso caótico con que inicialmente Ana se presentaba.

En estos casos no es un trabajo de una vez y para siempre sino que hay muchas posibilidades que una crisis semejante vuelva a repetirse en la vida de Ana.

Algunas consideraciones:

Frente a la convocatoria de este congreso, trabajamos sobre las idas y venidas de aquel AT, recordando escenas con Ana, la familia, la perra, entre nosotras, con la institución y sus recursos, con la analista de Ana, con la terapeuta suplente, con el grupo de supervisión y el supervisor, con el psiquiatra. Recorrimos una compleja red de transferencias. Las transferencias se tejieron y destejieron entre nosotros, por momentos quedamos tomados, casi reproduciendo la locura familiar.

Transferencia que hacían de red a quien caía estrepitosamente de su lugar permitiendo reubicarse, no sin dificultad. Convocados todos en nuestro punto de castración.

La historia clínica de Ana, en la institución, tiene una considerable extensión. Se nos presenta por momentos como restitutiva en lo que del relato de la historia, a Ana le hizo vacío.

Sentimos que era necesario poner a trabajar aquella transferencia, nos sorprendíamos de la sensación de aislamiento con que nos manejamos, a pesar del intento de trabajar en intercambia y de la red institucional que nos contenía, algo se detenía en ese punto. Recién produciendo este escrito nos encontramos con algunos fenómenos contratransferenciales que no habíamos podido tramitar.

La sensación de ser dos para un lugar, rivalidad narcisista, la necesidad de reconocimiento, de inscripción. ¿Tendría su correlato con la historia de Ana, quien padecía de su basculación entre ser abandonada y ser adoptada?

Este caso en particular, por tratarse de una psicosis, nos confronta con la dificultad existente en el Psicoanálisis, de conceptualizar la transferencia en las psicosis.

Dice E. Fernández, respecto del lugar del analista en las psicosis: «Si lo que constituye a la transferencia es el lazo entre el sujeto y el intérprete, ¿cómo pensar esta relación en la psicosis?. Lo que la neurosis dialectiza, la psicosis lo suelta, y esto en fenómenos de mortificación y goce desenfrenados. Entonces si los efectos de forclusión sobre la posible relación de objeto la hacen tan difícil, ¿qué lazo puede anudar a un sujeto psicótico con un analista?. Pienso que es por sufrir en lo real, sin malla imaginaria, que reconstruya este agujero, sin simbolizaciones que reglen este goce sin límites, que el psicótico accede al tratamiento vez a vez por este horror al que queda arrojado por ser el objeto de la transferencia de otro sin tachar. Por ser objeto de un goce sin coto, por no tener el instrumento de la castración, viene a pedir que cese el padecimiento»

Límite al goce que Ana no puede poner cuando cae arrojada al vacío, por lo que el abandono le produce, y sólo se localiza «siendo la loca de la familia». Pensamos que otro lugar puede ser posible, no sin alguna intervención que propicie alguna simbolización que apunte a reglar ese goce sin coto. Entendemos que la estrategia del tratamiento intenta producir algo de esto y se vale del dispositivo de AT, como uno de los recursos posibles. 

Consideramos que existen diferencias entre la transferencia que ubica al analista (en las psicosis) en cierta tarea de propiciar alguna elaboración del delirio y aquellos efectos transferenciales que puedan producirse en un AT. Efectos que pudieron verificarse inicialmente como de cierto alivio al intenso padecer que la aquejaba y luego en las diferencias que se produjeron.

Dice el Dr. J.C.Stagnaro «…una cosa es trabajar teniendo en cuenta la transferencia y otra cosa es trabajar desde la transferencia con el paciente… uno puede percibir la emergencia de los fenómenos transferenciales y tenerlos en cuenta en la respuesta que se da pero no necesariamente interpretar…»

El analista presta la persona como soporte de la transferencia, el acompañante soporta esa otra escena enmarcada en una estrategia de trabajo. Soporta con su cuerpo aquello del goce que no está regulado, ese iva de la transferencia masiva.

Pudimos ubicar fundamentalmente dos tiempos, donde algo de lo fenomenológico de la transferencia se puso en juego:

Primer tiempo: había un único lugar para un Otro que la goza, bajo la forma de la persecución. Sea «una psicóloga que se las sabe todas» o «una amiga de la terapeuta que viene a ver lo que ella hace». Hasta aquí, Ana quedaba en lugar de objeto para el Otro, que se mete en su vida y hace con ella y de ella la loca de la familia.

En este tiempo la masividad de la transferencia abría al juego un sólo lugar, para «los que están en su contra». Todo era queja y sufrimiento. Una gran bolsa donde iba a para todo aquel que se le acercase, incluidos las acompañantes.

Segundo tiempo: el acento recae sobre «una amiga» pero esta vez de ella. Una amiga que la acompaña a «meterse con su vida». Cierta convocatoria al advenimiento de un sujeto.

Para Ana ¿Quién soy y qué hacer con mi vida? no llega a formularse dando lugar a un análisis, más bien convoca su quiebre. Limitaciones estructurales con las que topamos, de un goce no interdicto por la ley.

Si bien cuando Ana comienza a gritar en el complejo habitacional, la transferencia de los padres hacia la analista se hallaba negativizada, consideramos que cierta maniobra permite reencauzarla hacia carriles de trabajo. En esto entramos como instrumento de esa maniobra para intentar contribuir a ese trabajo.

Encontramos que la transferencia que soporta el AT suele ser masiva, en el sentido de cargas que en él se depositan. Nos permite pensarlo esto que sentimos y contamos en el trabajo: los excesos, el cansancio del que dice el cuerpo después de acompañar al paciente, la oreja prestada a la situación, la erotización sobre el cuerpo del acompañante. El tiempo de más cuando la situación apremia y es necesario quedarse, las situaciones de urgencia dan cuenta de esto.

Los acompañamiento terapéuticos suelen comenzar con la marca de la urgencia.

Y la responsabilidad que implica desde el comienzo, asignándolo a una tarea que requiere extremo cuidado, parece ser la marca de lo que en él va a ser transferido.

Bibliografía

Lacan, J. Las psicosis (Sem. III), París, Paidós, 1981;
Soler, C. Estudios sobre las psicosis, Buenos Aires, Ediciones Manantial, 1991;
Fernández, E. Diagnosticar las psicosis, Buenos Aires, Data editora, 1993.