Autoras: Patricia Anido y Sandra B. Sarbia
…Este trabajo fue presentado en la jornada de Acompañamiento Terapéutico «Acerca de la práctica» organizada por At Lazos y realizada en la Universidad J. F. Kennedy en abril de 2003.
Ana. 25 años. Diagnóstico: esquizofrenia paranoide: Ana estaba en tratamiento con una analista en la institución desde hacía 4 años. En ésta institución, las vacaciones de los tratamientos son en febrero, por lo cual algunos pacientes (como en este caso) quedan a cargo de otro terapeuta, en un espacio de guardia institucional.
En crisis anteriores también se trabajó con el dispositivo de Acompañamiento Terapéutico interviniendo diferentes acompañantes y evitando cada vez una internación.
Su familia estaba compuesta por su madre, su padre (Ana es adoptada por ellos a poco de nacer) y dos hermanas. Y su perrita Laura, (recogida de la calle por ella)
Ese febrero los padres habían decidido hacer un viaje solos, con destino a Cuba. Lo que no quedaba claro era el destino que le esperaba a Ana. «Su única alternativa era el Moyano, ya que no contaban con recursos para ofrecerle otro lugar»
A principios de enero había dejado de tomar su medicación habitual, y comenzado a gritar el apellido de su madre biológica en la puerta de su edificio. Los padres llaman a una psiquiatra conocida, a la fuerza le aplican una inyección de Halopidol. Indica además, Akineton y Meleril.
Ella se resiste a esta inyección pegando patadas e interviene el vigilante encargado de custodiar el complejo habitacional. Finalmente avisan a la analista.
Ana está muy enojada con este forzamiento, dice que «los padres, la analista, el vigilante, la psiquiatra y el enfermero están en su contra, que los que están locos son ellos y que se meten en su vida». No podía dormir, estaba muy agresiva. Estuvo tres días encerrada en su casa porque «el vigilante sabía».
A partir de lo ocurrido, la analista que dirige el tratamiento incluye en la estrategia del tratamiento el dispositivo de AT. El encuadre inicial: inclusión de una acompañante, cumpliendo su rol tres veces por semana, cuatro horas cada vez; luego se incorporó otro AT.
El AT debía acompañarla al consultorio de su analista, administrarle la medicación y al concluir cada encuentro comunicarse telefónicamente con la terapeuta.
Las primeras indicaciones eran no forzarla. Intentar quedarse cerca, entrar en su mundo por alguna vía. Que otro pudiese estar, sin pertenecer al bando de «los que se meten con ella»
Ana no quería recibir a ningún AT, ni indicación alguna que provenga de su analista.
Algo acerca de la táctica (Relato de 1 er AT): Ana, muy enojada, me abre la puerta junto a una perra. Entro haciéndome amiga de Laury.Situación que de entrada se planteaba difícil ya que me desagrada bastante el olor de los perros. En unos pocos días me iba a encontrar insistiéndole para que la bañe. Trata a esta perrita como a una persona, aún confiaba en ella. Me dice: «Laury es como yo, cuando yo estoy triste ella también, cuando yo estoy bien, ella está contenta»
Una de las primeras formas que tomó el AT consistió en acompañarla a las salidas que hacía con su «Laury». Ella estaba muy pendiente de cómo yo trataba a su perrita pero no lograba otra forma de vinculación, por lo que decidí decirle que me quedaba en el comedor de su casa y que si tenía ganas viniese. Me parecía importante que supiese que estaba allí pero que no la iba a invadir.
En algún momento, habiéndose instalado allí una presencia no invasora para ella, se acercó y me contó lo enojada que estaba. Acerca de su analista me decía: «ella me tendría que haber defendido, no entiende nada, mi vida se puso mal cuando ella apareció… tendría que jubilarse (le pregunto -cuántos años tiene su psicóloga-y me contesta «no sé, pero más o menos como mi mamá»… quiero cortar con ella, me posee… yo no le mando amigas para que vean lo que hace… quiero estar sola» Todos están en su contra. Un único lugar.
Escucho que inicialmente entré como «una amiga de su terapeuta que viene a ver lo que ella hace». De ese lugar de «Otro que la goza», sabía que me tendría que correr.
Le pedí que me cuente lo que le había pasado, su versión. Pasaba mucho tiempo quejándose metonímicamente y yo me agotada enormemente.
Su discurso era muy desordenado. Me decía: “Yo no tengo la culpa… se les ocurrió que me tenían que poner la inyección… no había pasado nada… no estoy loca, la internación no es para mí… no soy Charly García… quiénes son ellos para hacerme esto… mi vida es un conventillo por culpa de los demás… todos ya saben en el edificio… esto ya es cachengue!!!… yo era muy tranquila… ahora me pongo nerviosa y no me entienden… ahora ya no creo en nadie… no se metan más conmigo!!!”
Da su opinión acerca de los demás, dice: «hacen cosas por mí…». Me pide que le cuente todo lo que ella piensa a su analista.
Había pasado de ser «una amiga de su terapeuta que viene a ver lo que hace» a «alguien que escucha sus quejas». La confianza en otro empezaba a restablecerse.
Después de hacer espacio a sus quejas intenté remitirla a que hablase con su analista. En algún momento tomé su queja acerca de que «hacen cosas por mí» y le sugerí: hace oír tu opinión… andá y decile lo que pensás… hacé por vos, hablá por vos. En ese momento dudó y me dijo que lo iba a pensar para la próxima vez que nos viésemos.
Esto posibilitó algún movimiento transferencial, permitió que retomase las sesiones con su analista, bajo la forma de: «voy, pero a decirle que no voy a ir más». Sentí un gran alivio, pensé: una batalla ganada, se vienen otras. Retoma el tratamiento, aunque sea para pelear con su terapeuta.
Las siguientes indicaciones por parte de la terapeuta, tenían que ver con que Ana pudiese restablecer los lazos con otros, salir, sacarla. La terapeuta incluye a la otra AT.
Ana acepta algunas consignas tales como ir a la pileta, salir a caminar.
La ida a la pileta posibilitó que los sucesos ocurridos fuesen menos trágicos, produciendo un efecto de alivio a su intenso padecer. Jugábamos en el agua, se divertía bastante más que yo.
Allí se encontraba con algunas chicas conocidas con las que entablaba alguna mínima conversación y volvía hacia mí. Este movimiento era continuo. Me presentaba como «una amiga» frente a ellas. Puedo ubicar aquí, cierto movimiento respecto de lo persecutorio inicial, ahora era para ella «una amiga que la acompaña a la pileta»
Fui intentando, cada vez que se encontraba con alguna chica, apartarme un poco. Me buscaba con la mirada, me preguntaba si me iba a quedar cerca. La relación se sostenía en algo de la mirada.
Se había producido alguna diferencia: la mirada podía sostener el lazo entre nosotras en vez de ser un ojo amenazante «que viene a ver lo que ella hace»
Compramos e inauguramos una agenda que la «ordena» un poco.
Mirando vidrieras, Ana distingue entre «ropa que le gusta a ella», «ropa de Licenciada» y «ropa que le gusta a Sandra» Ya no era todo lo mismo.
Respondiendo a mi pedido, aceptó volver a tocar el piano. Volvía a meterse con su vida.
Cuando fue la fecha de anotarse en sus clases de piano, se debatía largas horas entre retomarlas o ir a aprender dibujo. La remitía a su analista, aunque la escuchaba.
Ana preguntaba si ella podría. El «si ella podría» estaba marcado por los sucesos que la nombraban «la loca de la familia» Comenzó un curso de dibujo para aprender a hacer caricaturas.
Durante el AT me encontré muchas veces convocada a escucharla y calmarla con palabras, como si fuese sólo una voz para ella, ordenadora de algún caos.
Algo acerca de la táctica (Relato de 2da AT): La analista de Ana me proporciona un trabajo clínico que realizó para unas jornadas de Aepa para que conozca el caso, su historia.
Concurro a la casa de Ana por primera vez, me recibe la madre y dice: -no quiere recibirte-. Escucho una voz que provenía de otra habitación: «que se vaya!! No quiero!!». La madre intenta convencerla para que me reciba, pero con un claro disgusto por la situación obteniendo sólo negativas. Le digo que no se preocupara, que me voy a quedar en el comedor, quizás en algún momento me quiera conocer, la voy a esperar porque yo tengo muchas ganas de conocerla. Ella se va a descansar diciendo que hace días que no duerme bien.
Hacía más de dos horas que estaba sólo en compañía de aquella simpática perrita que se había acomodado plácidamente en mi falda y pensaba que la única interesada era ella. Y comencé a hablarle.: qué pena que Ana no venga, podrías invitarla vos, orden que cumple para mi sorpresa, se para en la puerta del dormitorio y hace unos llantitos. Ana comienza a hablarle… y yo a responder. Sale de su habitación y nos saludamos con un beso. Intento entablar conversación respecto de Laura. Hablaba muy desordenada como si se le interrumpiera el pensamiento. Pensé que estaba escuchando voces, yo estaba muy tensa.
Me dice muy enojada, «Ya sé, vos sos una de esas psicólogas que se las sabe todas…» Sobre la mesa había un juego de damas y le digo si no quería jugar conmigo. Me mira un tanto desconcertada, no acepta pero sigue hablando, quejándose… la inyección, los vecinos…
Creo que esta escena marcó la modalidad transferencial que Ana proponía en ese primer momento.
Ya en el viaje hacia mi casa percibí el profundo agotamiento que tenía, trataba de localizar en qué había gastado tanta energía, pensé: en mecanismos de defensa, en la angustia, y sobrevino un chiste «transferencia más–iva», el impuesto a la transferencia lo paga el AT.
Ella había dado un duro golpe de entrada, en la denuncia de mi impostura, defensiva, entiendo. Pensaba, ¿en qué otra cosa que el miedo a la locura podría sostenerse la idea de que había una abismal diferencia entre nosotras?. Acaso, ¿no estábamos hechas de lo mismo?, ¿No es de la falta en ser de la que hablamos o mejor dicho por la que hablamos?. Aún-que hayamos hecho cosas distintas con «ello».
Era atractiva la posibilidad de ser una psicóloga que se las sabe todas, pero lo que sí sabía era que a ello debía renunciar para poder establecer una diferencia en la propuesta que Ana me ofrecía, encarnar al Otro que la goza.
Durante el primer tiempo, se imponía su negativa y luego su aceptación, fluctuaba mucho su estado de ánimo. Yo ponía en palabras lo que suponía le pasaba, al modo de decodificación del grito de un bebé tratando de hacer con ello una demanda, y no dejarlo en el plano del ruido, que por cierto era denso escuchar.
La indicación era incluir algo que regule la exigencia de -lo quiero ya!-. Una de las primeras actividades fue cocinar. Ana para esta época estaba voraz.
Pronto me cuenta que ella es adoptada, que tiene dos fechas de cumpleaños, que no esta segura de que signo es, dudas respecto de su origen. Esto estuvo presente casi todo el tiempo, en diferentes versiones, la pregunta era «quién era ella» Lo fundamental era mantener la abstinencia.
Incluimos dentro de las actividades ir a la pileta. El primer día estaba muy tensa, tardó mucho tiempo en cambiarse, se la veía ansiosa, comienza a quejarse. Entre un montón de cosas dice que «nadie se quiere tirar a la pileta conmigo», este dicho quedó dando vueltas en mi pensamiento.
Ya en el agua, la que estaba tensa era yo. Ana ponía a prueba hasta donde yo podía sostenerla. Le propongo mantenernos cerca del bañero, ya que será lo más seguro para ambas.
Luego de una serie de decires casi obscenos dice: «que ganas tengo», me cuenta sobre un ex novio que tuvo, y que le gustaría volver a verlo. Ya en su casa dice que yo me parezco a él.
Volviendo a mi casa recordaba el chiste del impuesto, el exceso, el «iva», ahora la erotización.
Un día que estábamos solas en su casa y el tiempo del AT se terminaba, me dice que tiene «miedo de estar sola». Y yo le respondo que se quede tranquila, que no la dejaría sola si ella no quiere, llamo a mi marido para que no se preocupe que iba a llegar más tarde. Ana se quedó tranquila y miramos la televisión, luego de un rato dice «¿no podrían ellos llamar para avisar?». Los padres regresaron, dos horas más tarde. Recordaba el chiste.
Alguna diferencia se había establecido.
Y hacia el final del acompañamiento terapéutico: A principios de marzo, Ana se había compensado, había recuperado algunos lazos y se avecinaba el final del AT, se mostraba preocupada por ello, decía que iba a extrañar.
Ana no abandona sus enojos, pero a veces puede hacer otra cosa, más que enojarse con su mamá. Tampoco su delirio, pero que «los demás se meten en su vida» no es lo único que le pasa. También puede tocar el piano para otro, decidirse a estudiar algo, aunque le cueste sostener esto.
La estrategia de trabajo que sostuvo la analista de Ana, permitió reencauzar la transferencia hacia ella. Al mismo tiempo evitó que la paciente sea reducida a ser «la loca del Moyano» a costas de su subjetividad y restablecer algo de su capacidad de producir, de sus ganas de jugar.
En estos casos no es un trabajo de una vez y para siempre sino que hay muchas posibilidades que una crisis semejante vuelva a repetirse en su vida.
Algunas consideraciones: Este caso, por tratarse de una psicosis, nos confronta con la dificultad existente en el Psicoanálisis, de conceptualizar la transferencia en las psicosis.
Dice E. Fernández, respecto del lugar del analista en las psicosis: «Si lo que constituye a la transferencia es el lazo entre el sujeto y el intérprete, ¿cómo pensar esta relación en la psicosis?. Lo que la neurosis dialectiza, la psicosis lo suelta, y esto en fenómenos de mortificación y goce desenfrenados. Entonces si los efectos de forclusión sobre la posible relación de objeto la hacen tan difícil, ¿qué lazo puede anudar a un sujeto psicótico con un analista?. Pienso que es por sufrir en lo real, sin malla imaginaria, que reconstruya este agujero, sin simbolizaciones que reglen este goce sin límites, que el psicótico accede al tratamiento vez a vez por este horror al que queda arrojado por ser el objeto de la transferencia de otro sin tachar. Por ser objeto de un goce sin coto, por no tener el instrumento de la castración, viene a pedir que cese el padecimiento»
Ese límite al goce es el que no puede poner Ana cuando cae arrojada al vacío, por lo que el abandono le produce, y sólo se localiza «siendo la loca de la familia». Pensamos que otro lugar puede ser posible, no sin alguna intervención que propicie alguna simbolización que apunte a reglar ese goce sin coto. Entendemos que la estrategia del tratamiento intenta producir algo de esto y se vale del dispositivo de AT, como uno de los recursos posibles.
Consideramos que existen diferencias entre la transferencia que ubica al analista (en las psicosis) en cierta tarea de propiciar alguna elaboración del delirio y aquellos efectos transferenciales que puedan producirse en un AT. Efectos que pudieron verificarse inicialmente como de cierto alivio al intenso padecer que la aquejaba y luego en las diferencias que se produjeron.
El analista presta la persona como soporte de la transferencia, el AT soporta esa otra escena enmarcada en una estrategia de trabajo. El AT soporta con su cuerpo aquello del goce que no está regulado, ese iva de la transferencia masiva.
Pudimos ubicar fundamentalmente dos tiempos, donde algo de lo fenomenológico de la transferencia se puso en juego:
Primer tiempo: había un único lugar para un Otro que la goza, bajo la forma de la persecución. Sea «una psicóloga que se las sabe todas» o «una amiga de la terapeuta que viene a ver lo que ella hace». Hasta aquí, Ana quedaba en lugar de objeto para el Otro, que se mete en su vida y hace con ella y de ella la loca de la familia.
En este tiempo la masividad de la transferencia abría al juego un sólo lugar, para «los que están en su contra».
Segundo tiempo: el acento recae sobre «una amiga» pero esta vez de ella. Una amiga que la acompaña a «meterse con su vida». Cierta convocatoria al advenimiento de un sujeto.
Para Ana ¿Quién soy y qué hacer con mi vida? no llegaba a formularse dando lugar a un análisis, más bien convocaba a su quiebre.
Si bien cuando Ana comienza a gritar en el complejo habitacional, la transferencia de los padres hacia la analista se hallaba negativizada, consideramos que cierta maniobra permite reencauzarla hacia carriles de trabajo. Entramos como instrumento contribuyendo a esa maniobra.
Encontramos que la transferencia que soporta el AT suele ser masiva, en el sentido de cargas que en él se depositan. Nos permite pensarlo esto que sentimos y contamos en el trabajo: los excesos, el cansancio después de acompañar al paciente, la erotización sobre el cuerpo del AT. El tiempo de más cuando la situación apremia y es necesario quedarse.
Y la responsabilidad que lo implica desde el comienzo, asignándolo a una tarea que requiere extremo cuidado, parece ser la marca de lo que en él va a ser transferido.
Bibliografía
Fernández, E. «Diagnosticar las psicosis», Buenos Aires, Data editora, 1993;
Lacan, J. «Las psicosis» (Sem. III), París, Paidós, 1981;
Soler, C. «Estudios sobre las psicosis», Buenos Aires, Ediciones Manantial, 1991.